27 de septiembre de 2005

Llega

¿La oyes subir los peldaños crujientes de las escaleras? Hace días que ronda la casa. El martes mientras preparaba la cena la vi a través de la ventana, estaba sentada bajo el manzano y tejía cadenas de flores con los jazmines que hubo hace años. Su mirada seguía tan triste como la última vez que la vi y su vestido igual de blanco. Sus dedos se movían crispados entre las ramitas y tenía los pies desnudos y embarrados. Hace meses que no llueve.

Luego el jueves, y pensaba yo que ya se había ido, casi se me coló por la ventana del salón cuando la abrí a media tarde. El calor resulta insoportable, pero con ella fuera es mejor dejar las ventanas cerradas. Al anochecer vino Juan y me dió la noticia pero no pude ir a velar con la viuda porque ella seguía fuera. Estaba apoyada en la verja y miraba sobre el tejado de la casa, seguramente contando las estrellas, ella sabe cuando falta alguna.

El viernes sentí su olor al despertarme y tuve que correr al baño a vomitar el miedo arrebujado en el estómago. No sé cómo consiguió impregnar la casa desde fuera.

Empecé a notar mi mal aspecto a mediodía. Mi hermana vino a almorzar y me sugirió una visita al médico. Pero si estoy bien, le dije. Y ella respondió que por mi aspecto nadie lo hubiera dicho. Entonces miré mis manos y vi que tenía esas manchitas azules que me salen siempre que ella ronda la casa.

El sábado no reuní valor para bajar de la planta alta más que una vez para empujar los muebles sobre las puertas y las ventanas. Y por la tarde necesité cerrar también el cuarto para sentirme un poco a salvo. ¿No la oyes gimiendo en el rellano?

Se ha puesto el sol tres veces y aunque el cielo empieza a colorearse un poco, no creo que anochezca de nuevo antes de que logre entrar en la habitación. Está al otro lado de la puerta hace rato, en silencio. Primero, empujé el armario, los libros se cayeron; después, la cómoda, pero tuve que sacar los cajones para aliviar el peso y por último he acercado la cama unos metros hacia la puerta, pero sin llegar a ella porque no me quedan fuerzas. No importa cuánto me pliegue sobre mí misma en este rincón, ni cuánto desee desaparecer, ella entrará pronto.

La puerta cruje un poco, debe estar empujando. ¿No la oyes gritar desde los abismos? Tiene poder sobre la cuarta parte de la tierra y eso es suficiente para que el armario y la cómoda se deslicen suavemente.

Ahí está su rostro que es el mío. Que era el mío.
(23/6/2002)

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