25 de abril de 2007

De(s)encuentro

El artista lloraba porque su paleta se había quedado dormida. La llamaba a voces, la golpeaba contra los muros, pero era inútil.

Pocas personas se hacen cargo de la desnudez que padece un artista sin paleta.

A partir de aquel momento la llevaba siempre con él. No habría podido perdonarse que ella hubiese despertado sin encontrarle a su lado. Debía ser así: despertaría y le encontraría observando. Ella sería feliz. Sabría, como se saben las cosas que son ciertas, que siempre había estado protegida, que él había velado su sueño.

El artista paseaba a menudo por un parque urbano de esos cubiertos de migas de pan. Caminaba sintiéndose vulnerable por ese parque cuando, abandonándose a la desesperación, lanzó la paleta contra un árbol y allí la dejó arañada pero aún dormida.

Al día siguiente volvería a buscarla llorando, arrepentido, humillado frente a su poca determinación. Encontró a su paleta distinta, algo más pesada. Volvió a casa.

Aquella noche ella habló en sueños por primera vez. Las palabras surgían entrecortadas y el artista sólo alcanzaba a descifrar su sentido tras un gran esfuerzo. Logró entender que los parques son muy distintos a los bosques. Que los árboles urbanos saben del exilio. Ella hablaba de migas de pan duro.

Pocos días después, caminando a ciegas por la ciudad, el artista presenció una escena que le conmocionó: frente a un hospital un enfermero saltó de una ambulancia llevando a un niño pequeño en los brazos. Puso todo su empeño en encontrar sus ojos pero no pudo. Aquella noche la paleta susurraba que los ojos no existen. Lo que vemos es su reflejo generado a gran distancia hace millones de años.

Una mañana gris acudió al mar buscando consuelo. Llevaba como siempre su paleta bajo el brazo.

El artista creyó escuchar aquella noche la extraña historia de un barco que cada día zarpaba vacío de un lejano puerto para volver siempre cargado de pasajeros: unos hombres delgados y de grandes ojos desconcertados. Nadie les oyó nunca hablar. Nadie pudo evitar amarles profundamente.

La noche siguiente la paleta pronunció las palabras 'hambre', 'frío' y 'miedo'. Pero esas tres palabras fueron suficientes para que en su mente se formaran claras las imágenes: un esclavo encerrado en una pirámide sellada, el oxígeno agotándose. Escribía en las paredes su injusto asesinato. De la desesperación sólo le salvaba la esperanza de que en el futuro los hombres supieran de su fatal destino. Luego le asaltó la luminosa imagen de un soldado francés tropezando con una piedra.

El artista ya no atendía a las palabras de su paleta, le bastaban las imágenes. Donde antes hubo lenguaje ahora sólo había ideas. Convocadas como por hechizo acudían en avalancha aturdiéndole. Eran imágenes poderosas. Las mismas que hicieron a los primitivos gurús hablar de los dioses por primera vez entre los hombres.

Casi no abandonaba la cama. Navegaba en duermevela entre las sensaciones que su paleta dormida le susurraba.

Un día, inesperadamente, la paleta abrió los ojos. Cualquiera hubiera esperado una conmoción en el mundo, que algo extraordinario hubiera ocurrido. Quizá que el torrente creativo que la paleta contenía y del que había destilado apenas unas gotas entre sueños, se hubiera lanzado contra el mundo dejándolo sumido en el estupor.

Sin embargo, nada trascendente ocurrió. Sólo un pequeño acontecimiento que pasó desapercibido a todos: la paleta despertó y le encontró a su lado. Ella supo que su sueño había sido velado y fue feliz. Así el artista pudo cerrar los ojos y dejar que fuera ella la que a partir de entonces velara su sueño.

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