30 de junio de 2007

La mirada del otro

Fragmentos sobre la pintura de Ángel Leiva por Francisco Lira


Uno


Viene Leiva (peintre-poète) cultivando, con detenimiento y despreocupación, desde hace ya bastante tiempo, junto a la celebración de la poesía, su esfuerzo más logrado, la celebración de la línea y el color, que es acaso la sensualidad de la pintura. Sucede que para La mirada del otro, ver es el modo en que los ojos meditan sobre el trazo y el libre juego del color. La pintura de Leiva, a medias entre la tenacidad del dripping y su tensión expresiva, no se abandona a la facilidad del resultado, y persiste en mostrarnos que el color posee su propio dominio y cada pintor ha de lograr el gusto que lo aprueba.

La pujanza del color, el vuelco vertiginoso del mismo, la gestualidad del trazo, la autenticidad de las emociones visuales, la apetencia de pintar, son algunos de los rasgos que reposan, sin esfuerzo aparente, en cada una de estas pinturas. Para el pintor toda emoción termina en imagen plástica, y siente que es su emoción, esa que alcanzan sus ojos, y no otra cosa, lo que habita el soporte plano de lo pintado. En esta escurridiza pero delicada operación de pintar, de integrar figuras, motivos vivos de color –de traspasar, rápida, laboriosa y detalladamente lo prendido por el ojo–, y de pintar sin más a la manera de sus maestros –Giacometti, Bacon, Gorky, los informalistas–, con osadía y desenfado, pero sin afectación ni amaneramiento, la primera cosa a la que recurre Leiva es el gesto, el término último la luz, y, dentro de la luz, el esplendor del color. No sé si el hecho de ver puede ir más lejos, pero los ojos prosiguen su tarea cuando la mirada se detiene.




Dos


El rostro, que bajo la mirada atenta del pintor, es el asunto en el que se adentra y sobre el que abunda la curiosidad desbordada de esta pintura: todo aire, todo rigor, todo movimiento; obra que busca dar cuenta de la negación tenaz hacia lo indigno, de los brutales vaivenes de nuestro tiempo, aunque fijando a cada instante la desnudez del trazo, juego en el espacio y con el tiempo, y desvelar lo misterioso que encubre: su “maravillosa violencia” (lo que parece suceder en La mirada del otro); dando, al fin, lugar a una mezcla de sensaciones vivamente encontradas, y desde donde mostrarnos el valor de usar el trazo, pero también el dejo en la preferencia por la táctica del color para enfrentar lo inesperado. Estas escenas, han sido dispuestas según un ritmo de ver, no en la pretensión de sustituir el tema, sino en la intención de facilitar −al desocupado mirón− el adentrarse en la aventura de ver. Hay en estos cartones un préstamo de pintura en pintura; hay, también, dibujo, cultivo de una vieja sabiduría: sabor y saber gestual.

Estas pinturas buscan su aposentamiento en el gesto, pero, sobre todo, en el gesto en trance de ver, como si en estos cuadros no hubiera otro mayor secreto del que muestran algunos momentos desnudos, donde la gestualidad pintada es lo que a cada instante expresivo queda sin expresión, o, dicho de otro modo, donde el gesto pintado es el vacío expresivo que permanece en cada movimiento; al tiempo que el pintor lo dota de una utilería propia de nuestro tiempo, sin pretender la fabulación, sino la fuerza del misterio; poseen, también, estas escenas, una impronta lírica en el uso del color, que las nutre de una gran energía expresiva y emocional.

Luz, pero también aire; es aire y luz, como puede verse, lo que pinta Leiva, lo que vemos en la ilusoria profundidad de sus cartones, en la poética de los materiales empleados; y se expresa en un lenguaje de claras resonancias rítmicas, tan expresas como expresivamente –casi cabe decir exclusivamente– gestuales, lleno de analogías, y resuelto frente a las dificultades.

El gesto, el silencio como una metáfora de la visión limpia, se expresa en estas pinturas simbólicamente: pues, el pintor tiene en cuenta la circunstancia viva, el carácter corporal entero, no sólo el rostro, la boca, las manos, sino el gesto pleno que mueve rítmicamente todos los extremos. El pintor nos propone retomar caminos de reflexión y pintura que parecían cerrados, invitándonos a su actividad favorita: ver. Volver a mirar, insistir una y otra vez en los modos de ver, que es pintar de otra manera; aunque no lo hace desde una perspectiva ingenua, sino que incita a que de nuevo veamos lo ya visto, porque es un proceso de descubrimiento que permanentemente se reformula, implicándonos así en una tarea continua de paciente y deleitosa indagación.

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