27 de diciembre de 2013

Traducida al francés




Tengo el placer de haber sido traducida al francés por el equipo de Lectures D'ailleurs. Este proyecto, dirigido por Caroline Lepage, catedrática de la Universidad de Poitiers, cuenta con un amplio equipo de traductores que acercan desde 2012 piezas literarias de España y América Latina al lector francófono. Su trabajo de traducción suma ya 251 autores de diecisiete países diferentes, entre ellos España.

Los micros que me han seleccionado para traducir son: Yo quería un gato, Echar de menos y Verdadera Magia que fueron publicados en La Nave de los locos, Lucero de la mañana publicado en el blog Arte con chinchetas e Instrucciones para un suicida que se publicó en el blog de la III Microquedada relatista. Los reproduzco más abajo.

Los micros pasan además a formar parte de la antología virtual Lectures D'Espagne 2 (pag. 209) que os recomiendo vivamente (al completo, claro :P).

Esto es más que un honor para mí. Desde aquí quiero reiterar mi agradecimiento al equipo editorial y de traducción de Tradabordo, en especial a Nancy Benazeth y los traductores de mis micros: Élodie Peeters y Victor Berry de la Universidad de Poitiers y Marie-Geneviève Barbero de Saint-Vaury de la Universidad de Bordeaux 3. Y, cómo no, a Caroline Lepage. Enhorabuena a todos por este generoso proyecto.


Yo quería un gato
(ilustrado por Marta González Villarejo en este mismo blog)

Yo quería un gato pero mamá no. Al final, para callarme, trajo esta carpa aburrida que da vueltas y vueltas en la pecera que parece un balón pero que ni siquiera lo es. Yo, en venganza, me he dedicado a insistirle en que es un gato -"eres un gato, eres un gato, eres un gato…"- a medias rabioso contra la realidad a medias hastiado de su absurda compañía. Ahora me siento un poco mal, la he visto frotarse contra el cristal, mirar con interés al canario y me parece que ya no le gusta estar dentro del agua.


Echar de menos
(publicado en La Nave de los Locos)

La abuela está revolviendo la casa de nuevo. No parece nerviosa, sólo obstinada en su búsqueda. Saca todas las cosas de los cajones y las coloca de nuevo con cuidado. Mira tras los libros y va apartándolos por grupos y colocándolos de nuevo; en ocasiones aprovecha y limpia el polvo oculto en la parte de atrás. Se pone a escudriñar también en los armarios, entre la ropa, y viene bien porque encuentra ese jersey que se pierde o el calcetín que había dejado un gemelo solitario en el cajón. Incluso mira entre mis papeles, pero ya no le riño porque me he cansado y porque sé que no sirve de nada. Cuando la veo rebuscar en el cajón de mi ropa interior me preocupo un poco pero enseguida continúa su inspección por otro lado.

Cuando a la abuela le da por registrar la casa, se pasa unos días concentrada en ello y es mejor dejarla. Luego se le pasa y se vuelve a su butaca, a mecerse con apariencia tranquila mientras mira a través del balcón abierto, aprovechando algún rayo de sol y con los dedos enredados en una labor de punto que nunca se sabe si avanza hacia algo concreto pero que siempre la acompaña. No sabemos qué busca la abuela, ni hay forma de que ella lo explique porque hace mucho que no habla y apenas asiente o niega con la cabeza para responder a las preguntas cotidianas -¿quiere usted cenar? ¿le traigo una manta?- A mí lo que me inquieta de sus búsquedas es que mamá me dijo que las lleva haciendo toda la vida y que no son cosas de la vejez como yo había creído. Y me preocupa, sobre todo, el arrebato que siento a veces de ponerme a buscar con ella.


Lucero de la mañana
(publicado en el blog Arte con chinchetas)

Disfrazado de estanquera o prostituta novicia, menudeando somníferos, regalando hojas de cuchilla a las niñas tristes; incluso en el retoque del rouge de labios en el espejo fracasado de un bar o en el paladeo de un acento fingido tras el mostrador de la tienda de licores; cuando abandona bolsos en los bancos de los parques y acaricia en tanto caras de niños como quien recoge flores; sobrevive tal como fue dispuesto. Sólo algunas mañanas se duele de las cicatrices en su espalda: cuando, por mucho que se esconda, el amanecer se salta las celadas y desvela el recuerdo de su antigua órbita.


Verdadera magia
(publicado en La Nave de los Locos e ilustrado por Wichy Gómez)

El público contuvo la respiración cuando el brazo se hundió hasta el codo dentro de la chistera. Los veinte centímetros de altura de ésta y la mesa de metacrilato no dejaban lugar a dudas: aquello era magia. Él, el mago, se sorprendía también pero el oficio le ayudaba a aparentar cierta indiferencia mientras su mano se sumergía más y más en el novedoso vacío dentro del sombrero. El conejo blanco no aparecía por ningún lado.

Bajó más el brazo y el público se mantuvo expectante. Dentro hacía frío pero no tocaba nada. Inclinado totalmente sobre la chistera, hundido hasta el hombro y apoyándose con la otra mano para no terminar de caer en aquel absurdo abismo, seguía intentando resolver el número sacando, no ya el conejo, sino cualquier cosa que diera fin a aquella accidentada actuación.

Por fin encontró algo al otro lado, caliente y algo sudada, otra mano que entrelazó los dedos con los suyos. Casi fue un consuelo. Sólo pudo identificar que era una mano bastante grande y que tiraba con demasiada fuerza hacia el otro lado.


Instrucciones para un suicida
(publicado en el blog de la III Microquedada relatista)

Si ya estás seguro del paso de nada servirá que te insista pero aún así te aconsejo que te tomes unos minutos para confirmar tu decisión.

Una vez seguro, descuelga el espejo grande del salón y ponlo en el suelo. Descálzate y sube con cuidado. Relájate, ya no hay marcha atrás.

Mira hacia abajo, ése que ves pegado a tus pies es tu yo opuesto, aquel en el que tus virtudes son defectos, aquel que atesora como éxitos tus fracasos, aquel al que le gusta lo que te desagrada, aquel al que no le duele lo que a ti: ése es el Otro.

Cierra los ojos unos segundos porque el viaje puede marearte.

Ábrelos. Lo que ves ahora a tu alrededor es el mundo opuesto a aquel en que vivías: en éste son virtudes los defectos de tu antigua vida, son éxitos los fracasos, bello lo desagradable, doloroso lo inocuo; tú ya no eres tú sino el Otro. Te advertí que no había vuelta atrás.

Saca los pies del espejo y devuélvelo a su sitio.

No te preocupes, lo que sientes ahora es sólo una efímera nostalgia que desaparece a los pocos días.




Edición el 14 de Enero de 2014: os dejo también el enlace a la entrevista que me hicieron en Lectures de Ailleurs con motivo de la inclusión en la antología.

18 de diciembre de 2013

Aguja en un pajar


Sol menguante

Te buscaba entre la fiesta, como una aguja afilada escondida tras la gente feliz. Al otro lado del puente, la ciudad amenazaba con su calma ceniza. El sol caía despacio arrancándome recuerdos en sudor y me secaba con un pañuelo que quizá me diste alguna vez. Los feriantes cerraban filas herméticas. Yo recorría el puente de lado a lado, sin terminar de decidirme, casi olvidando qué buscaba.

Fotografía de Javier Prieto

9 de diciembre de 2013

Huida definitiva. El emperador también está desnudo. Fronteras gravitatorias.


Huida definitiva

Soñó que él también podía volar y alcanzarla por mucho que batiera sus frágiles alas de insecto. Intentaba refugiarse en el cielo pero las nubes traicioneras se apartaban si intentaba parapetarse tras ellas. Se despertó con el cuerpo dolorido por la tensión. Abrió la ventana. Al otro lado las nubes pastaban en un cielo de murallas invisibles cuando desplegó sus frágiles alas de insecto.

El emperador también está desnudo

Soñó que él también podía volar como los pájaros, respirar bajo el agua como los peces, dar caza a sus presas con elegancia felina, devorar a la hembra durante la cópula. Despertó satisfecho. En cambio, cuando ordenó que Roma ardiera, su sueño le pareció molesto y digno del más severo olvido: él también podía consumirse entre llamas, arrugarse dulcemente hasta desaparecer, desmoronarse con placer. Dejar de ser con un suspiro de calma ceniza.

Fronteras gravitatorias

Soñó que él también podía volar y llegar a su lado. Un milagro le permitía comprar los billetes y aparecía por sorpresa tras el timbre del piso alquilado, llamando a la puerta de la casa que limpiaba, en la parada de autobús llena de otros, o mejor, entre las sábanas heladas y la almohada húmeda. Pero él no terminaba de encontrar el modo de volar y hasta las cartas empezaban ya a aletear flojito, con desgana, contagiadas de aquella esclavitud gravitatoria. Le imaginaba aferrándose a la terrenal lejanía como si fuera deseable, como si no hubieran volado juntos hacía ya tanto tiempo.

Micros participantes en el concurso Relatos En Cadena que marcaba la frase de inicio

4 de diciembre de 2013

Ángeles casi caídos


Se durmió soñando que él también podía volar pero se sabía más cercano a las ratites o los pingüinos. Al despertar volvía a envidiar las trayectorias de sus seráficos hermanos y a cargar con aquellas alas enfermas de enanismo e inutilidad cubiertas de plumón defectuoso. Hasta los hombres –esos mortales mezquinos- habían encontrado cómo lanzarse al cielo en casas de chapa. Dormido de nuevo, acurrucado junto al eterno precipicio de su nube islote, un murmullo escarlata le enumeraba en los oídos del sueño las ventajas de dejarse caer.

Microrrelato finalista semanal de Relatos en Cadena el 4 de diciembre de 2013.

18 de noviembre de 2013

Deshacer la casa por el tejado


Buscando un tejado

Entretejidas se sostienen y basta extraer una para desmoronar el castillo de naipes. Entretejidas se sostienen, precarias en equilibrio: casi se puede sentir su tintineo de copas en bandeja. Entretejidas estaban justo antes de que con dos dedos deslizara una ante mis ojos. Sólo una y todo se avino a formar una montaña de píldoras, un cóctel de falsa paz, camisa de fuerza, encierro. Tras las columnas de hierro de esta cárcel blanca.

Fotografía de Javier Prieto

14 de noviembre de 2013

Pecado ordinario


En la cresta de la ola


Y dijo Dios: con el sudor de tu rostro escalarás los peldaños empinados, saldrás de los baches del camino, sobrevivirás desgastado a las montañas de hielo y cruzarás tus fronteras de hijo de la tierra. Lucharás por ser ala y soñarás el aire. Y justo antes de volver a ser el polvo que fuiste, elevarás tus ojos a mí y yo te concederé el entendimiento que te prohibí morder. Sólo entonces sabrás que nunca saliste de tu cueva de techos inclinados.

Fotografía de Javier Prieto

13 de noviembre de 2013

Triángulo. El nuevo. Prohibiciones infinitas.


Triángulo
Y nunca le recordaba lo que no se debía contar y por eso le permitía seguir a mi lado. Aunque sus labios revelaran a veces el temblor de una vuelta imperdonable a lo mismo, aun cuando juntara las cejas en su fugaz intención de descubrir un nuevo matiz y verbalizarlo, incluso a pesar de aquellas miradas que querían estar perdidas pero que se sabía adonde apuntaban. Lo habíamos prometido: no volver a dar vida en las palabras. Aunque el silencio creciera. Aunque se volviera una de esas criaturas a las que empieza a latirles el corazón y dan sus primeras patadas tras nuestras costillas.

El nuevo
Y nunca le recordaba lo que no se debía contar para que aprendiera a evitarlo como hacíamos todos. Así se fue acostumbrado a las rutinas: abre bien los ojos antes del alba, no te quejes del escozor del jabón en las manos, ni sientas el sol ni las úlceras en los labios, que tu barbilla toque el pecho cuando te hablen, duerme sin tener que fingir con los párpados angustiados. También le aclaré la esperanza a proteger: un día se nos olvidaría lo que no se debía contar, ellos se darían cuenta y podríamos salir de aquí.

Prohibiciones infinitas
Y nunca le recordaba lo que no se debía contar porque las prohibiciones gestan los actos. Y procuraba darle a cuenta inofensivas canicas o pájaros azules. Supongo que quiso seguir y ver qué pasaba al añadir un dígito −jamás me hubiese creído, ni aunque le hubiera confesado que nada; como siempre, nada− y así fue cómo se atrevió con conjuntos infinitos como granos de mar o estrellas sin puntas. No sé cuándo contó lo que no se debía y tampoco quiero recordar si es que lo supe y lo olvidé, porque, ya se sabe, las prohibiciones gestan los actos.

Micros participantes en el concurso Relatos En Cadena que marcaba la frase de inicio

10 de noviembre de 2013

Resquicios. Mariano Zurdo




Los libros que leo últimamente me exigen muchísimo como lectora. Ando con lápices, con postits, marcando páginas, leyendo referencias, volviendo a ciertos pasajes, analizando... Digamos que ya no leo, más bien estudio. Y se me había olvidado lo lúdico de la lectura, ese placer sencillo del dejarse llevar cuando la exigencia es la de confiar, seguir adelante y disfrutar. Supongo que parece que estoy diciendo que "Resquicios" de Mariano Zurdo es una lectura menor, pero no se trata de eso: es fresca, es agradable, es como una charla cómoda con alguien que enlaza en el diálogo con fluidez, con alguien con quien te sientas sin preocuparte de hacia dónde te cae el pelo o si se nota eso de que te sudan las manos.

El libro explora los resquicios de nuestra humanidad. Supongo que hay que resaltar que el escritor es psicólogo de profesión, porque la profundidad de sus personajes y la naturalidad con la que se asumen sus supuestas desviaciones de la norma social sólo puede manejarla con soltura o el terapeuta o el paciente o un amante de la literatura. Mariano es terapeuta, él mismo se declara potencial paciente y, me consta, ama la literatura. Bajo nuestras fachadas, bajo el maquillaje de corrección social, el estable y equilibrado transcurso de la rutina que, de algún modo, se ha establecido en nuestra convivencia social, transitan los márgenes más extremos de nuestra personalidad, de nuestros deseos, de nuestro desequilibrio y todo un escandaloso ir y venir de necesidades, angustias, atracciones sexuales, miedos, convivencias al límite, sometimientos al otro y a nosotros mismos...

Resquicios se centra en la vida de dos parejas y juega a tejerlas sin que las confluencias lleguen a ser del todo reales. Pero es que además, el narrador se permite un giro narrativo, una apuesta arriesgada que hace de la novela un experimento literario, que multiplica a los personajes convirtiendo las reflexiones, los acontecimientos, la empatía despertada en el lector, en un trasunto de la humanidad al completo.

No cuesta nada dejarse llevar por esta historia. Supongo que para ciertos lectores puede resultar insólita la sinceridad de estos personajes. Para los que nos sentimos patológicamente raros ―psicoterapeutas, pacientes, potenciales o no, y grandes amantes de la literatura―, es reconfortante sumergirse en la infrecuente franqueza de estas historias.

Sólo un mayor ajuste en la homogeneidad del lenguaje empleado que a menudo se desvía hacia una excesiva oralidad puede trastornar un poco al lector que ya no sabe del café tranquilo. Pero a poco que uno participe en la propuesta y confíe en esa prosa relajada de conversación entre amigos, puede disfrutar de una lectura refrescante, recomendadísima para raros y cansados seres humanos, es decir, para todos.

5 de noviembre de 2013

Concurso de microterror en twitter



Soy una de las ganadoras ―la cuarta concretamente― del Concurso Internacional de microterror en Twitter organizado por Internacional Microcuentista, Microhorrorista durante el mes de noviembre. En el enlace a la revista puedes leer el resto de ganadores y finalistas.

Éste es el micro premiado:


Y aquí otros con los que también participé:











22 de octubre de 2013

Diario personal del Doctor K.


Veinte de febrero de 1877


El registro de ingreso de la paciente D.L. marca el seis de junio de 1876. Cuando llegó a la institución llevaba cuatro días atrapada en un grito continuo y desesperado. En los ocho meses de tratamiento, sin embargo, la histeria no pareció remitir sustancialmente. Sólo bajo el efecto de los sedantes lográbamos que guardara silencio pero en ningún momento fue posible comunicarse con ella. Apenas amainaba la inconsciencia inducida, retornaba el grito alterando al resto de pacientes y los nervios de las enfermeras. Observé que incluso mientras dormía, las yugulares de la paciente permanecían en tensión y los dedos crispados. En sus ojos entreabiertos en el duermevela podía adivinar -no puedo explicar esta sensación sin recurrir a un cierto tono lírico- que el grito seguía expandiéndose más allá de su consumido organismo, capaz de sembrar, incluso acallado, estupor e inquietud en todos nosotros.

Este caso ha despertado en mí una piedad inopinada que atribuyo a la fortaleza de su dolor. Creo que quiero entenderlo como la materialización final de las pequeñas dosis de tormento que soportan los demás pacientes o incluso las reservadas para nosotros, el resto de seres humanos de cualquier condición.

La hora de la muerte ha sido fijada a las catorce horas del veinte de febrero de 1877. Ahora la institución me parece casi excesivamente tranquila, como si echara de menos la vibración latente de su grito ahogado en barbitúricos. Quiero dejar constancia también en este diario del burbujeo que ha empezado a removerse en mi garganta y la presión que agarra mi cuello. Temo, quizá de forma absurda, que el dolor siga algún proceso de contagio y que no estemos libres aún de ese grito. Que dios nos bendiga y proteja.

21 de octubre de 2013

Rewind


Habían atravesado la capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión. Las máscaras de oxígeno se retiraban mientras que, en las bandejas, los almuerzos rehacían sus puzzles obedientes. El niño de las pataditas volvió a su berrinche con el asiento delantero. La película mostró la escena anterior al beso y las coronarias del infartado recobraron su resignado flujo habitual. Las gafas de la señora del croché brillaron, intactas, tras la repetición del crujido. Que quizá fuera también el de las manos que separaban dedos blancos; el del trajín de huesos al recolocarse; el del fuselaje del avión al cicatrizar; o el chasquido del «te quiero» que ya nadie había dicho.

Micro participante en el I Concurso Internacional de Prisa Radio que marcaba la frase de inicio.

8 de octubre de 2013

Técnicas de iluminación. Eloy Tizón.





Sintiendo en todo momento que escribir es imposible y que también es imposible dejar de escribir. (72)


Y menos mal, porque leyendo a Eloy Tizón dan ganas de no volver a escribir jamás y tan sólo esperar atenta a sus siguientes palabras. Una de las lecturas más reveladoras de mi vida, han sido, sin duda, los cuentos de Eloy Tizón. Velocidad de los jardines, su primer libro de cuentos (¡que publicó con 28 años!), no es sólo un clásico sino una herramienta, un lugar de aprendizaje, un territorio por explorar. Tengo pendiente su siguiente libro de cuentos, Parpadeos, pero he dado un salto y he pasado directamente a Técnicas de iluminación (Páginas de Espuma, 2013) recién salido del horno sobre el que tendré oportunidad de, esta misma tarde, participar en una charla coloquio con el propio autor (^^)

Técnicas de iluminación es un libro inmenso, en el que se consolidan las claves de escritura de Tizón. Las diez piezas que lo integran me parece, no sólo que están en sintonía con su primera compilación de cuentos, sino que su escritura ha madurado. Sospecho (debería preguntárselo esta tarde si la timidez no me lo impide) que Tizón debe ser partícipe de esa sensación que declaran muchos escritores de estar escribiendo siempre la misma historia. Si la historia perfecta que el artista-escritor quiere contar se coloca en el centro de una espiral, el recorrido de Eloy Tizón lo acerca a ese centro perfecto y está tan cerca...

He hecho una lectura atenta y casi patológica de este libro. He desmontado sus cuentos sobre mi mesa y los he vuelto a montar: no ha sobrado ni una pieza. El propio autor legitima mi locura lectora «Uno sólo puede hacer algo bien obesionándose con ello» (77) A continuación, expongo las notas que he tomado tras este arrebato lector de lápices de colores y notas al margen.

Decir que Eloy Tizón adjetiva y usa las metáforas de forma muy personal es repetir algo que sus lectores sabemos ( al azar: «imperfección impecable» (77), «luz bipolar» (90), «olor subjuntivo» (112), «cielo parmesano» (132), «luces epilépticas, cadavéricas» (120)). Este tipo de adjetivación disociada es el objetivo de muchos escritores actuales pero lo realmente genial de este trabajo de asociación (llevado a veces casi a los binomios fantásticos de Rodari) es que cada adjetivo, cada metáfora, cada símil viene a alumbrar relaciones que son descubiertas y no inventadas, que el lector reconoce enseguida porque siempre estuvieron ahí y que se hacen obvias porque él las señala.

A menudo, se salpica el texto de comparaciones que renuevan la greguería al cambiar el humorismo por cierto tono de ironía o sarcasmo, pero que mantienen esa mirada lúdica que recuerda a Gómez de la Serna o a la obra fotográfica de Chema Madoz («una mecedora, esa silla altisonante que parece un homenaje a la duda» (16), «La nieve es la esquina sucia de las palabras» (16), «A lo más que se parece eso que algunos llaman vida es a una línea serpenteante que parte de la mano y sigue una ruta continua» (17), «Milagro es lo que acaba» (18), «Hoy en día están de moda los autores que parecen anuncios de detergentes» (19), «aviones, giraban sobre nosotros gigantescos crucifijos» (26), «La mano de la niña (…) sus dedos se movían dentro de la mía como pequeñas tijeras” (29), «telarañas (…) mosquiteros de seda» (31), «el trombón (…) viejo paquidermo» (31), «los nuevos barrios de rascacielos como pozos invertidos, hundiéndose hacia el cielo.» (34), «sus manitas ocres, difuntas, parecidas a huchas, sonándole dentro de los bolsillos» (51), «volar no tiene esquinas» (75), «las gafas (…) con sus patas de saltamontes metálico» (84), «La carretera era una cinta transportadora que desplaza hogueras» (90), «La caligrafía (…) una alambrada de pinchos en la que se enredan los ojos» (101), «Los pensamientos son peces» (107), «muñecas rusas (…) al colocarlas todas juntas en la repisa de la chimenea queda expuesta una decreciente hilera de fetos coloreados» (134)).

Tizón es un maestro de las enumeraciones aparentemente caóticas y en ellas nos sorprenden también relaciones internas que desvelan hallazgos asombrosos. Es capaz de trazar descripciones perfectas enumerando elementos, como un pintor impresionista que a grandes paletadas desvela un paisaje sobrecogedor: «¿Y si nos vamos a Portugal?, sugirió una de las chicas (…), de repente ante nosotros compareció un fragmento de pared con mosaicos de dibujos intrincados, un vaso de vinho verde, rumor de cascada en el claustro de un convento luminoso, un cielo atlántico, abierto al mar, gravemente herido de gaviotas y palmeras, garabateado a toda prisa por los trazos del cableado eléctrico de un tranvía que subía jadeando una rua tan angosta que era casi imposible, tantas cosas.»(98).

La ruptura de la sintaxis es otro elemento habitual de la escritura de Tizón. Este recurso, que es utilizado por otros autores (Lispector por ejemplo, o más clásicos, como Faulkner o Joyce,...), en Tizón y en el cuento, añaden un grado más de conmoción a sus textos: frases sin predicado, puntos por comas, saltos al monólogo interior y la oralidad («Pero espera, que ahora viene lo mejor» (123), «Ahora viene lo peor» (131), «¿la has visto?» (106), «¿Tú crees que ella volverá conmigo?» (106)...),... Todos son recursos sabiamente utilizados para estimular al lector que no tiene más que dejarse llevar: «Viajábamos expectantes, turnándonos para conducir el descapotable color mostaza prestado por el padre de Mario, y que se lo cuidásemos bien, y que no hiciésemos gamberradas, sobre todo no quería saber nada de arañazos ni rozaduras, ¿eh?, aquí están las llaves, relampaguearon un instante entre sus dedos, Rodrigo, Mario y Samuel, y los tres éramos amigos inseparables desde el jardín de infancia» (89)

Se alternan tiempos y personas verbales en muchos de los textos sin que ni una sola de estas transiciones llegue a desconcertar al lector: en «Nautilus» se entremezclan pasado, presente y futuro, ahondando en la idea del movimiento y acercando del estupor del protagonista. En «Manchas solares» se usa la primera persona y la segunda (como yo objetivado) y se acentúa así la visión que el protagonista trata de adivinar sobre sí mismo en los ojos de los demás.

Con toda esta pirotecnia formal cualquiera correría el riesgo de formar un pastiche en el que fuera imposible introducirse como lector y, sin embargo, todo este montaje matemático y preciso está cubierto de un estudiado desaliño cortazariano. Y se hace con tanta maestría que uno podría creer que es el autor y no uno de los personajes el que confiesa: «Escribo esto sin releer, a mi aire, con la punta del corazón ardiendo, dejándome arrastrar por el libre juego de la mente con las palabras» (143)

Del mismo modo, la significación interna de los cuentos se mantiene, se dosifica, se controla. Todo este andamiaje de recursos podría acabar por fragmentar qué se quiere contar, podría terminar por ahogar al autor y sin embargo, en todo momento hay dominio de la historia, se dosifica el suspense y la intriga con sabios adelantos de nombres propios, con pronombres desubicados que dan pistas sobre la aparición de nuevos personajes («Las zurraba sin ganas» (84)),... . Además, y esto me parece un rasgo específico de los cuentos de este libro (tendría que releer concienzudamente Velocidad de los jardines), se hace uso en muchas de las piezas del macguffin (importando el término de la narrativa audiovisual). Este recurso es evidente en «Ciudad Dormitorio» en forma de una caja que el jefe de la protagonista le pide que destruya, pero también son macguffins, más abstractos si se quiere, el beso en «Debería ser domingo», los nudillos rojos en «La calidad del aire» (transfiréndose a un huevo en este mismo cuento), la maleta y «la persona que no nos interesa» en «Los horarios cambiados».

En este libro maduran los grandes temas que Tizón adelantaba en su primer libro de cuentos: la vida, el cambio, el conflicto, como viaje, «adelante, siempre adelante» (leitmotiv galdosiano en el libro) o «en círculos», simbolizado una y otra vez en ferrocarriles (referenciados en la adjetivación y comparaciones o como parte de la acción como en «Ciudad Dormitorio»), en barcos («Manchas solares»), en ríos («Se cruzan ríos parecidos a locomotoras» (11)), e incluso en la escritura («A lo más que se parece eso que algunos llaman vida es a una línea serpenteante que parte de la mano y sigue una ruta continua» (17)). Incluso el paseo de «Merecía ser domingo» se convierte en un viaje de una vida entera.

Los diez cuentos de este libro giran en torno al viaje y por tanto en torno al transcurrir de la existencia: la maleta de «Los horarios cambiados» ilustra una vida de pareja que transcurre entre viajes, el viaje real y el imaginado por Dorothy en «Volver a Oz», el viaje, con regusto de iniciación, al pueblo donde se celebra la boda en «Alrededor de la boda» (la boda es otro viaje en sí misma, viaje dentro de un viaje como una matrioska: «un lugar oscuro e intimidante, sin traducción simultánea, un vértico o una caída» (95)), el viaje a un congreso en «Nautilus». Algunos personajes no se encuentran capaces de avanzar solos en la vida, necesitan un guía: Karina en «Manchas solares» o Usted en «El cielo en casa».

Pero todos estos viajes, estas vidas, para ser intensas, para ser auténticas, para ser conscientes de sí, requieren que estemos perdidos: «Perderse no es tan fácil. Requiere superar grandes obstáculos, huir de los lugares comunes, de los hábitos que nos cercan, esquivar escrupulosamente las caras conocidas de amistades y familiares para las que significamos algo y tenemos un pasado que nos narra» (55) Hay que deshacerse del reloj si se quiere hacer un alto reflexivo porque no tenerlo es perder la referencia, voluntaria o involuntariamente: el protagonista de «La calidad del aire» se deshace de su reloj, el de «Manchas solares» lo pierde cuando su mujer se marcha con los carillones de las paredes. La huida en «Merecía ser domingo» es otro acto voluntario de pérdida, pero no siempre funciona la voluntad, también cuenta la suerte: «Muchos habían tenido la misma idea que nosotros, aunque quizá menos suerte. En la carretera, nos recibió una caravana de coches abandonados, con todas las puertas abiertas y los cristales rotos, nadie en su interior.» (30)

Y en contraposición al viaje sólo queda la muerte que es la nieve (el agua inmóvil y donde muere Walser al que se dedica el primer cuento), la vida sedentaria del hombre evolucionado, del hombre socializado: «La tarjeta del buzón es la confirmación de un fracaso» (11). Porque hay que tener en cuenta siempre que «lo importante no era alojarse en, ni llegar a, ni estar en ningún lado, sino prolongar el viaje un poco más para mantenerse siempre en vilo, sin mirar atrás» (99)

En cuanto a los cuentos como unidades independientes sorprende en «Fotosíntesis” esa pseudobiografía de Robert Walser que nos hace caminar con él (tal como se anuncia al inicio). Seguimos a Walser en su nacimiento, en el descubrimiento del sexo y el amor, en su juventud como secretario y trabajador de la banca haciendo trabajos razonables («La vegetación simboliza el triunfo de la razón sobre el caos sanguinolento de la pasiones humanas.» (13)), los inicios como escritor en la «hora de comer», la aparición de la depresión y primera mirada a la muerte («Lo bueno de vestir la chaqueta del pijama debajo del traje de calle es que uno puede pasar la noche en cualquier lado, sobre cualquier superficie, dura o blanda, sin rendir cuentas a nadie. (…) Y tampoco es preciso contar con la presencia de una mecedora (…) Sobre todo para alguien que sabe que el suelo, la nieve entera, es su mejor mecedora» (15)). Llevamos la muerte bajo la ropa. La vida bohemia en Berlín, donde todos eran artistas y «daban ganas de hacerse revisor». El silencio de la escritura («Milagro es lo que acaba” (18)) y la vida en el sanatorio donde «Alguien parece estar llorando al otro lado; se escucha algún que otro gimoteov (18). Al fin, la narración de una vida completa: «Ve transcurrir a un niño entero, con todas sus estaciones» (19). Antes de apagarnos «nuestros pies han bordado un tapiz».

El silencio frente a la hiperestesia también es otra de las claves de la escritura de Tizón. En un acto proustiano (autor referido expresamente en su primer libro y también en éste (24)), el escritor se aisla del mundo en un silencio que le permite explorar todas las sensaciones acumuladas: «De verdad, este mundo me deja sin aliento. Me abruma. Encuentro que hay demasiada sensualidad en él, demasiada pasión, demasiada hermosura, un bombardeo de estímulos, todo eclosiona de golpe, bocas y frutos, disparando feromonas a todas horas en un estallido salvaje, no se puede abarcar tanto» p. 106. Incluso, el bocado de magdalena proustiano se sustituye en «Merecería ser domingo» por un jersey que cae volando (22) El silencio marca la estructura de este cuento (de la casa, de la calle, del mundo) reiterando la referencia a la habitación acolchada de Proust, el aislamiento, pero también, el acto de recuperación de la memoria, de viaje (otro viaje) por los recuerdos.

Cabe destacar, además, un pasaje soberbio: el trasiego de la celebración de boda en «Alrededor de la boda» que llega a aturdirnos como aquella en «Freaks» de Tod Browning y que nos lanza en medio de un centrifugado de vidas.

Sólo puedo concluir diciendo que leer a Tizón es, como lector, una experiencia extraordinaria que nadie debería perderse, como escritor, un terremoto que trastorna todos tus prejuicios. Leerle es aterrarse con la maravilla de la genialidad.

Porque escribir, pensaba yo, es estar más despierto de lo normal. Un espasmo de lucidez recorre todo, nos sacude el sistema nervioso con una sobrecarga de vitalidad, de plenitud, de audacia, de algún modo hay que canalizar toda esa energía dispersa y un tanto alucinógena que desborda la conciencia. De la euforia molecular hasta el folio. Entran ganas de cantar de bailar de recibir una bofetada o un electroshock. En lugar de eso, volcamos toda esa actividad frenética hacia dentro y nos contentamos con enfilar, con gran aplomo, un signo negro tras otro. (72)

6 de octubre de 2013

"Este es un mundo como otro cualquiera"


Ondas rojas


Mi hermano Iván ya masca regaliz al otro lado. Busco un charco como el suyo, capaz de tragarme sin mordisco. Los días de lluvia, mis botas de plástico verde y yo reanudamos la misión. Echo de menos a Iván y su olor a orozuz. Algún día, en uno de mis saltos no habrá suelo tras el espejo y por fin viajaré hacia abajo, cayendo como si volara. No me rindo nunca: mamá insiste en que no desespere y siga buscando.

Fotografía de Javier Prieto.

4 de octubre de 2013

Presentación de "De Antología" en Sevilla




Como sabéis, soy una de las autoras antologadas en "De antología. La logia del microrrelato" publicada por Talentura el pasado Junio. Pues bien, el próximo viernes 11 de Octubre a las 20'30h en el Espacio Cultural Casa Tomada (nuevo espacio, recién inaugurado, de Taller de Palabras) vamos a hacer la presentación oficial en Sevilla de este libro. Por supuesto, estáis todos invitadísimos. Estaremos presentes varios de los autores antologados y prometemos que será divertido.

Además, también se presenta el libro "Precipicios Habitados" de Mar Horno, por primera vez y recién sacado de imprenta.

Espero ver muchas caras conocidas por allí. Después de la presentación nos vamos de cervecitas, no faltéis ;)

Presentación de "De antología" y "Precipios Habitados"
Lugar: Casa Tomada. C/Muro de los Navarros, 66, 41003, Sevilla
Hora: 20:30h


Edición de Mayo de 2014: Aquí el video de la presentación completa

29 de septiembre de 2013

Fashion Victims


Ponerse las botas


Los funámbulos desaparecieron cuando la moda aquella de pasar el alambre con los cordones atados.

Fotografía de Javier Prieto.

27 de septiembre de 2013

Equivocarse de cuento


Alicia a través del sensor


«El gigante se escondió muy quieto, detrás del molino.»
María José Barrios

Alicia odiaba aquella sensación de estar en el cuento de otro. Pero es que, además, era aquel cuento impertinente, obstinado en incumplir todas las normas. Un hidalgo y su escudero se le habían cruzado en el maravilloso camino y le habían hablado del gigante. La narrativa imponía que apareciera más tarde. Pero allí estaba, en el más tarde y sólo veía un molino muy quieto a pesar de la zozobra de los árboles. Un molino tímido que quería pasar desapercibido. Una calma que –pensó Alicia– parecía ocultar algo o tener miedo.


Y sigo apalabrando fotografías de Javier Prieto :)

13 de septiembre de 2013

Memoria de pez




Otra vez habían vuelto aquellos pensamientos. Acababa de llegar a la tienda y se había sumergido en la fantasmal atmósfera que le acogía siempre por las mañanas. Los peces nadaban parsimoniosos en sus acuarios. Comprobó que todo estaba en orden, que las temperaturas eran las apropiadas, que los filtros funcionaban correctamente, revisó que no hubiera ninguna baja entre aquellos seres viscosos y volvió a sentir, como cada mañana, que aquella era su pecera y que los viandantes que al otro lado de los cristales parecían disfrutar de apasionantes y ajetreadas vidas, también le verían a él como si fuera un bicho exótico cualquiera.

Y en aquella rutina diaria, cuando estaba ordenando los albaranes de pienso para peces, flora acuática artificial y termómetros, le habían sobrevenido los malos pensamientos y se había sentido más pez que nunca cuando las espinas por dentro se le habían vuelto de hielo y se le habían clavado por todas partes. Deseó entonces no ser sólo un pez fingido, un humano abandonado a la costumbre del encierro. De ser un pez de verdad, disfrutaría de su proverbial falta de memoria y seguro que conseguiría ser mucho más feliz.

Guardó los papeles e intentó recomponerse cuando un hombre y una niña abrieron la puerta de la tienda haciendo sonar las campanitas que colgaban del techo. Interpretó una sonrisa y se dispuso a actuar como un servicial tendero. La niña comía de una bolsa de patatas y tenía las manos llenas de grasa y migajas. Paseaba sus manos pringosas por los cristales de los acuarios señalando un pez y otro y gritando “éste papá” cada vez. El padre apenas hablaba, no había dado los buenos días ni cruzado la mirada con el tendero, sólo negaba con la cabeza tristemente cada vez que su hija le requería. Tampoco hacía nada por que la niña dejara de ensuciar con desconsideración sus acuarios.

Recorrieron la tienda de arriba a abajo. Él se mantenía firme, sonriente, con las manos sobre el mostrador, en una misma postura, carraspeando a veces para hacer notar que seguía allí. Pero la burbuja en la que se movían padre e hija era impenetrable. Cuando los dos se marcharon de la tienda no dijeron adiós ni le miraron siquiera. Suspiró, sacó un trapo y un espray limpiacristales de debajo del mostrador y se lanzó pacientemente a recuperar el pulcro aspecto de los acuarios.

“Los pensamientos se han ido”, pensó y así los convocó de nuevo. Valoró lo irónico de intentar dejar de pensar en algo a consciencia. Intentó distraerse mirando unos guppys pero su paseo indiferente entre las aguas ni le interesó ni le relajó. A menudo se preguntaba qué llevaba a la gente a incorporar a su vida unas mascotas tan insulsas. Si él hubiera tenido que defender la utilidad de su propio trabajo no habría sabido dar argumentos.

¿Tendrían sueños los peces? Él nunca recordaba el contenido de sus sueños, así que suponía que sencillamente no soñaba. Sólo una vez disfrutó de uno que por bueno trataba de olvidar. Quizá evocando alguna película o alguna lectura de ciencia ficción, una vez soñó que era posible extirpar los pensamientos que no se quisieran conservar. “Despertar de un sueño es peor que no tener ninguno”, se dijo.

La deriva de sus pensamientos se había agravado desde el día anterior cuando recibió aquella llamada telefónica:

-”Pececito feliz”, dígame -¿Hola? Juan Antonio, soy yo Esperanza. -Mmm... Sí, dí. -Te llamo para comunicarte que mi hermana Marta ha fallecido. Pensé que quizá querrías saberlo. A las seis de la tarde es el funeral. A tus hijos les gustaría verte allí. Es apropiado, ¿no crees?

Colgó sin decir nada y los pensamientos se volvieron más fuertes que nunca, más atractivos, más inevitables.

Cada tanto algún pez se moría y había que retirarlos rápidamente. Revisaba las bajas al llegar por la mañana. Casi siempre se debían a algún fallo eléctrico que hubiera descompensado la temperatura de las aguas de los peces más delicados. Él procuraba no pensar demasiado sobre ello y deshacerse del animal lo antes posible: tomaba la redecilla, pescaba el cadáver flotante y lo tiraba al váter. Tenía que tirar unas diez veces de la cadena para sentirse seguro de que no volvería a aparecer flotando en el agua del inodoro. Aún así, cuando iba al baño miraba antes con aprensión.

Cuando el resultado de la limpieza le pareció aceptable intentó buscar una nueva actividad que le alejara de sus fastidiosos pensamientos. Providencialmente, una señora hizo sonar la campanilla en ese momento. Era tan gruesa que apenas podía atravesar la puerta. Solícito, se acercó a ayudarla pero ella le apartó con un gesto de la mano y sacudiendo la cabeza alejó cualquier comentario que pudieran hacer al respecto de su dificultad para entrar. Era realmente gorda. Él no podía dejar de mirar, fascinado, todas aquellas carnes intentando rebosar de la ropa. Ella se movía anadeando acercándose a una pecera y otra, mirando valorativa los peces.

-Ay, buenos días caballero -dijo resollando casi sin aliento-, que he entrado y no le he dicho nada. -No esperó respuesta y continuó- Estaba buscando un regalo para mi sobrino y no sé qué pez debería llevarme. -Pues dígame qué edad tiene su sobrino y quizá le pueda ayudar. ¿Tiene peces ya? -Tiene once. Años, digo, peces no tiene ninguno aún. Pero es un niño muy irresponsable y muy travieso. Su mamá y yo hemos pensado que quizá le vendría bien cuidar de algún animalito. Pero un perro o un gato parecen demasiado, que si luego no los cuida, se queda la madre con la obligación.. Un pez parece más fácil de cuidar, ¿no? -Bueno, tienen que tener el agua limpia y dosificarles la comida, nada más. Supongo que entonces le interesará mejor un pez de agua fría, quizá una pareja de carpas, con su acuario y algunas plantas acuáticas. El alimento... -Tampoco puedo gastar mucho dinero, ¿sabe? Algo sencillo, que no puedo hacer grandes dispendios. Es que la vida está carísima ahora, ¿sabe? Es salir y ver volar los euros como si nada.

La señora sudaba copiosamente y su piel tenía un aspecto viscoso. Él trato de imaginar cómo se verían desde el otro lado del cristal: ella con su rotunda presencia, él escuálido y encogido con ojos aterrados ante aquella locuaz mole humana.

-Esto... quizá una sola carpa, aunque conviene tener más de uno para que se hagan compañía... -¡Já! ¡Compañía dice! -el tono de voz de la señora era bastante más alto de lo que aquel reducido y silencioso espacio requería- Si podemos acostumbrarnos nosotros a la soledad, cómo no van a poder hacerlo estos bichejos. Póngame uno solo en una pecera pequeña y no se hable más.

En silencio se dirigió al acuario de las carpas con la pecera llena de agua en una mano y la redecilla en la otra. Pensó que ahora elegía una carpa para condenarla a muerte y ya imaginaba a un niño gordo con la nariz goteante de mocos asomarse a la pecera una vez para ignorar luego al animalito hasta la muerte. Escogió una que estaba un poco delgada y probablemente enferma y que moriría de todos modos.

Más tarde la señora se dirigió a la puerta derramando agua de la pecera en cada bamboleo de sus pasos. Observó, indiferente esta vez, su trasiego para conseguir salir por aquella puerta estrecha para ella y se sintió aliviado cuando volvió a encontrarse solo. Esta vez, a pesar incluso de sus pensamientos.

Los peces boqueaban y nadaban indiferentes. Al otro lado del cristal, la gente iba y venía, en el quiosco de la esquina, el quiosquero reordenaba por enésima vez los periódicos esperando clientes que no llegaban. Todo el mundo corría de un lado a otro, todos tenían algo que hacer. Probablemente más de una cosa. En la puerta del bar de enfrente se concentraban inmigrantes a la espera de que algún patrón fuera a buscarles para un trabajo puntual. A la izquierda, en la otra esquina, una pastelería francesa exhibía unos dulces demasiado hermosos para tener buen sabor. Más abajo, en la parada del autobús esperaban algunos usuarios aburridos.

Él no cerraba a mediodía, comería un sandwich sentado tras el mostrador y pasaría la tarde allí, hasta las siete, cuando volvería a la pensión cochambrosa y mísera en que vivía desde aquello. Una cena insípida rodeado de extraños con los que jamás cruzaba palabra para después dejarse arrebatar por el sueño en una cama cuyos muelles chirriaban tanto que había aprendido a dormir sin moverse para no despertarse con el ruido. Y al día siguiente, vuelta a su pecera particular: aquella tienda de poco éxito, que encima no era suya, contratado para mantener abiertas las puertas de un negocio que se iba apagando poco a poco y que no tenía ningún futuro. Pero los peores días siempre eran los domingos cuando no había cristales tras los que refugiarse y debía administrar una libertad que no tenía en qué emplear. A veces se imaginaba como un ratón atrapado en el laberinto de un científico. De ser así, él se estaría pasando la vida tocando una y otra vez la palanca de la descarga eléctrica, sin voluntad para buscar la de la comida.

Su existencia fuera de la tienda tendía a no existir, a disolverse, a nublarse. Sólo tras los cristales de su escaparate, tras aquella barrera, se sentía lo suficientemente seguro como para recordar, para acumular vivencias en su mente que revivir a su antojo una y otra vez, construyendo un gran recuerdo constante de minutos idénticos unos a los otros. Los clientes se fusionaban en su mente convirtiéndose en un único e impertinente cliente que le atiborraba a preguntas, que manchaba los cristales, que le hacía sacar peces de sus acuarios para luego decidirse a último momento a no llevárselos. Pero él seguía allí. Ellos iban y venían fastidiosos y cargantes, pero él estaba a salvo tras su cristal de escaparate, observando al quiosquero, a los negros de la puerta del bar, a las solteronas que compraban pastas francesas, a los de la parada del autobús que, con su mera presencia, le permitían saber qué hora era sin mirar reloj alguno. Aquellas vidas eran para él un espectáculo ameno que le distraía sobre quién estaba encerrado en realidad. “Quizá mis peces piensan lo mismo de mí y me observan y creen que soy yo el que está atrapado al otro lado del cristal, y se ríen por lo bajo y al boquear lanzan invisibles carcajadas al agua”.

Un grupo de muchachos entró de sopetón en la tienda, a voces, con aire pendenciero, llenos de piercings, tatuajes, ropa falsamente envejecida y los pelos puntiagudos. “Este es un interesante banco de peces predadores”, pensó. Y luego atendió a que no destrozaran nada pues sus risas nerviosas, su ir y venir y los palos que llevaban algunos ya le hacían ponerse nervioso.

-Tranquilo viejo, dijo uno cuando le pidió que no golpeara con los nudillos los cristales de los acuarios. ¿Qué es eso de que los peces sufren estrés? Anda la ostia, que vayan a un psicólogo. - Se marcharon riendo la gracia pero sin haber hecho destrozos.

Sacó por rutina la escoba y repasó el suelo impoluto, pasó el trapo por el cristal del escaparate y fue devanando el tiempo torpemente hasta la hora de comer. Cogió su sandwich de debajo del mostrador, lo desenvolvió despacio y comió sin hambre el pan con queso que se había preparado aquella mañana. Luego, dobló cuidadosamente el papel de plata para reaprovecharlo aún un par de veces más. Miró hacia la calle que ahora estaba más tranquila: estarán comiendo en familia o con los compañeros de trabajo. Intentó controlar la deriva de sus pensamientos. Su vida era como un lavabo al que se le quita el tapón: el agua se revolvía arrastrándole hacia el agujero al que no quería llegar.

Abrió por cualquier parte el catálogo de acuarios y se puso a leer concienzudamente las características de cada pecera, sus dimensiones, el grosor del cristal, la transparencia, el agua que podía contener, si se le podían instalar filtros, termostatos, … Una aburridísima lectura que cumplía con el objetivo de no dejar sitio en su mente para nada más.

Hasta las seis media estuvo solo en la tienda y por la acera exterior apenas pasaron uno o dos transeúntes. La probabilidad de que alguien entrara en la tienda aumentaba justo antes de la hora de cierre y a mediodía cuando estaba comiendo. En esta ocasión, el que había entrado en la tienda con decisión, adueñándose de todo el espacio, mirándolo todo enjuiciando la limpieza, la disposición y hasta la cantidad de luz, era el verdadero propietario. Llevaba un fino bigote cuidadosamente recortado en el labio superior, a los lados colgaban unas mejillas flácidas que le daban un aspecto perruno.

-¿Qué hay? -ladró. -Pues bueno, pocos clientes pero manteniéndonos como siempre. -Bueno, esto no puede seguir así, ya te lo advertí. Este negocio no puede seguir en pérdidas ni un día más. -dijo mientras fingía ojear un catálogo. -Esto... bueno, señor... sabe que no puedo hacer nada, así son los tiempos... -¡Exacto! -dijo soltando el catálogo con un golpe en la mesa- Estos son los tiempos que nos ha tocado vivir y me alegra que lo tenga tan claro. Así que no me demoro más en lo que venía a decirle: a fin de mes cierro la tienda. Pasaron unos segundos hasta que acertó a musitar: -¿Cómo señor? ¿Y yo? ¿Qué va a ser de mí? -Estos son los tiempos que nos ha tocado vivir, usted lo ha dicho. Seguro que hay más mares por ahí para peces como usted -Esperó unos segundos por si llegaban las réplicas que había imaginado y esperado, pero ante el silencio que se había instalado entre ellos, le lanzó una mirada de desprecio que contradecía sus últimas palabras y se fue de la tienda sin más, como si todo estuviera dicho.

Al salir abrió la puerta furia. Ésta golpeó con fuerza unos listones de aluminio que estaban mal apoyados en la pared. Cayeron al suelo arrastrando un saco de pienso que asomaba de un estante alto y el saco empujó una pecera que asomaba de su balda. Los peces se dispersaron por el suelo entre trozos de cristal y copos de pienso. Coleteaban en el suelo ahogándose en la falta de agua. Él se los quedó mirando unos instantes y luego los recogió cortándose los dedos con los trozos de pecera.

El día del cierre fue un día cualquiera más. Había colgado carteles de liquidación en el escaparate, pero eso no había atraído más clientela y los habitantes de la tienda seguían flotando ignorantes de que su destino era incierto y probablemente nefasto. El dueño no había revelado qué pensaba hacer con el local pero ni la curiosidad despertaba en él una mínima tentación de mirar al futuro. Al día siguiente ya no tendría ingresos ni modo de pagar alojamiento y comida. No sabía qué iba a hacer, él que no sabía hacer nada y que a fuerza de pasar sus días en aquella húmeda tienda y ver la vida a través de un escaparate había dejado de sentirse como un ser humano. Su futuro era tan incierto como el de aquellos bichejos acuáticos.

No pudo comer el sandwich envuelto en arrugado papel de plata, en lugar de eso lo deshizo en migas que fue repartiendo por los acuarios en una especie de comunión de perdedores.

No entró ni un sólo cliente en la tienda en todo el día como para confirmar que aquel negocio era innecesario y estéril, que nadie quería un pez en su vida. Todos preferían a los perros y los gatos. La gente tenía mascotas para recibir cariño y un pez sólo está ahí, como una lámpara o un mueble, demostrando apenas que está vivo. Sus pensamientos estaban más desbocados que nunca y él intentaba nadar alejándose de ellos, consciente de estar condenado a rodearlos mientras viviera.

El dueño no se presentó allí aquel día, no fue a cerrar ni dio lugar a ceremonia alguna. Él bajó la persiana como un día cualquiera sabiendo que no se engañaba: era el último. Permaneció un momento en el interior, en la penumbra de los fluorescentes de los acuarios de peces tropicales., mirando aquel lugar como si lo viera por primera vez, sorprendido de su indiferencia ante todo. Cerró la puerta de atrás y se fue a la calle.

Sin embargo, enseguida entró de nuevo y en un último arrebato inane y hastiado, fue metiendo uno tras otro cada pez en una gran pecera enorme, todos juntos a pesar de sus distintas necesidades, todos mezclados como si realmente hubiera un mar que pudiera acogerlos a todos. Dejó la pecera en el mostrador y echó un chorreón de lejía en el agua, generosamente.

9 de septiembre de 2013

(In)decisión




Y un buen día decides quedarte en la cama. Ya te había apetecido muchas veces antes, pero al fin has reunido las fuerzas -o la falta de ellas- suficientes para atrincherarte.

Cuenta a tu favor el que tu mujer se marcha antes que tú al trabajo y que de los niños se encarga la señora que habéis contratado. Abajo suena el trajín del pastoreo: las sacudidas a la vajilla del desayuno; el corretear de pies sin zapatos, luego con ellos; leves quejidos y protestas y algunas amonestaciones por lo bajo; la puerta cerrada con la violencia inconsciente de la infancia.

La señora que se encarga de tus hijos se acerca a la habitación antes de marcharse, más obligada por la convención social que por una verdadera preocupación. Y ahí tienes la primera batalla de la guerra, el primer enemigo de la postración al que hay que abatir. Cuando golpea con suaves toques la puerta y con impostada voz pregunta si le pasa algo al señor, si se encuentra mal, sientes que te han lanzado una granada al centro mismo de tu determinación y que ésta se tambalea al destaparse un tanto el absurdo. Intentan debilitarte. No, estoy bien, sólo que he dormido mal y hoy llegaré tarde. La señora se marcha sin más una vez satisfecho el protocolo, sin verdadero interés en tus motivos. Quizá por eso mismo es más vil aún la derrota. Has sido incapaz de declarar tus verdaderas razones, no has podido defender tu verdad y has recurrido a la cobarde mentira. Quizá no hayas sido vencido del todo, pero las armas que has utilizado vuelven mezquina la batalla y emborronan cualquier posible victoria. Te queda el mal sabor de boca de los tramposos.

Sabes que dispones ahora de una larga jornada de soledad y te animas a dedicarla a apuntalar tu determinación y a acumular, poniendo en ello todas tus energías, los argumentos necesarios para convencerte de que la verdad debe prevalecer, de que sólo hay un motivo para tu acción: hoy has decidido quedarte en la cama.

Al poco la pierna izquierda empieza a adormecerse incongruentemente más que el resto de tu cuerpo. Te molesta. Y descubres que las felices horas que te prometías en soledad en el trono de tu libre albedrío van a resultar menos cómodas de lo que pensabas. Tienes al enemigo en casa, en tu cuerpo en realidad y al poco de descubrir su primer golpe bajo, te ataca con el siguiente a modo de lumbalgia aguijoneándote la espalda. Pero tu determinación es grande y no vas a ceder tan fácilmente. ¿Por qué nadie ha llamado aún de la oficina preguntando por ti? ¿Es que eres tan prescindible en realidad?

Das vueltas y sacudes la almohada esperando encontrar una postura en la que la incomodidad y el dolor encuentren más difícil manifestarse. Te convences de que no hay nada malo en conciliar el sueño y ganarle horas a tu desafío, y de nuevo te vuelve ese mal sabor. Finalmente, boca abajo, con la cabeza girada al lado izquierdo y los brazos hacia delante, descubres un cierto alivio a tu desazón. Pero estás totalmente despejado y despierto y el sueño no llega. Te sientes ultrajado por la indiferencia de tus compañeros de trabajo, por la de tu jefe al que hoy tenías que rendir cuentas y que no las ha echado de menos. Y tú que habías estado echándolas de más con tanta fuerza, pesando en ti la responsabilidad como una carga inverosímil que te hubieran asignado injustamente. El Sísifo de la oficina, maltrecha víctima de los dioses y nadie se acuerda de ti.

Te entretienes pensando que en realidad han llamado a tu mujer, te recreas imaginándola preocupada por tu estado y ya te parece escuchar el teléfono que no piensas descolgar. O mejor aún, escuchas ya las sirenas de policía y bomberos apostados a tu puerta. Los niños que en el colegio son sacados del aula para ser llevados al despacho del director, ¿pasa algo señorita?, todo va a ir bien, es vuestro padre. Cuánto regocijo hay en ti al imaginar los helicópteros sobrevolando la casa, soliviantando al vecindario. La noticia correría rápido. Los pocos que se quedan en casa por las mañanas llaman raudos, movidos por el miedo y el morbo a partes iguales, a sus maridos y esposas para avisarles de que en el número siete ha debido de pasar algo, que ha venido la policía, los bomberos y hasta la prensa. Que van a salir a averiguar más y te vuelvo a llamar cariño.

Hay un cordón policial, siempre lo hay, manteniendo a la muchedumbre a una distancia prudencial del peligro. Las unidades móviles y la prensa intentan traspasar los límites y un reportero sensacionalista, famoso conquistador de noticias estrella, es pillado al grabar a través de la ventana del comedor. La policía se lo lleva esposado.

Aporrean la puerta. No debes ceder ante la curiosidad, ni tan siquiera valorando ahora como lo haces la posibilidad de que sea un vecino alertando de un incendio que está arrasando el barrio. Tienes que permanecer en la cama, al cobijo de tu destino de hoy, haciendo honor a tu heroica osadía. Suenan varios golpes y luego el silencio. Afinas el olfato y no hueles a quemado, acaso un cierto tufo a habitación cerrada. Entonces sientes el dolor punzante de tu vejiga.

No habías contado con tu traicionero cuerpo, das vueltas y más vueltas tratando de sobreponerte a las debilidades de tu humanidad. Intentando no pensar en agua imaginas las llamas que ya lamen el porche, las mangueras de los bomberos intentando aplacar el fuego. Los vecinos aseguraron que habían desalojado todas las casas, nunca había nadie por las mañanas en el número siete, quién iba a pensar que ese día, pobre hombre.

Giras y giras y los muelles del colchón empiezan a protestar poco acostumbrados a la acción últimamente. No hay tiempo: el trabajo, las obligaciones domésticas, la vida familiar, la vida social, los niños... todo es prioritario en una lista infinita que nunca llega al último punto. Te duele la espalda.

Es curioso el silencio en la casa, casi todos están en sus trabajos por la mañana y apenas se acumula cierto trajín de limpieza, algún coche extraviado, el jardinero de la casa de al lado repitiendo con sus tijeras su mantra de poda y ahora con la manguera, el agua que refresca el césped. Otra vez el dolor de la vejiga y convienes que tendrás que controlar la deriva de tus pensamientos.

Retomas el hilo que antes te produjo placer y ya imaginas a la policía echando la puerta abajo, como en las películas, alerta con la pistola en alto justo a la vuelta de todas las esquinas. Dispuestos a disparar ante cualquier movimiento. Van subiendo las escaleras y van a llegar a la habitación. Te preguntas qué te convendría hacer en ese momento y suena el teléfono.

En la mesita, justo a tu alcance, hay un terminal. Podrías cogerlo y ver la identificación de llamada, pero rebajarías demasiado tus condiciones. Debe de ser de la oficina, donde al fin descubrieron que no estás. Claro, habrán esperado un tiempo prudencial por si es que se te ha estropeado el coche o ha enfermado alguno de tus hijos. No, no vas a cogerlo y en cuanto te decides, el teléfono enmudece.

Cuando la policía entre en la habitación lo más conveniente será que te encuentren fuera de la cama, en el suelo, en una postura inverosímil, inconsciente o aún mejor, muerto. Pero eso sería traicionar de nuevo tus principios pues la razón por la que permaneces en inactividad no es un infarto o un violento asesinato, es una decisión tomada desde el sereno ejercicio de tu libre albedrío.

Hacerte el dormido estaría bien. Te despertarían temerosos con un pequeño toque en el hombro, abrumados por la duda de si están ante un cadáver. Y tu remolonearías fingiendo un lento regreso desde los brazos de Morfeo, sacudiéndote el sueño despacio, demorándote en tu victoria. Fingirías sorpresa y te incorporarías en la cama atónito ante las noticias del despliegue que ha provocado tu ausencia del mundo. Sonreirías, no, sólo fue que hoy decidí quedarme en la cama. Y los policías se mirarían entre ellos intentando entender algo.

El dolor de espalda empieza a ser insoportable y aún más las ganas de orinar. Recuerdas que tu mujer suele tener un vaso de agua en su mesita. Valoras si desplazarte a su lado de la cama para alcanzar el otro lado puede violar las reglas de tu autoimpuesta reclusión y te concedes a regañadientes que en el amor y en la guerra todo vale y que se trata de un caso de extrema necesidad. Reptas bajo las sábanas disfrutando el frescor del lado desocupado. Alargas la mano y coges el vaso. Queda un poco de agua aún, la bebes, sabedor de que necesitarás esas reservas dentro de poco y desahogas tu vejiga en el vaso, feliz y aliviado. Ahora no sabes qué hacer. Piensas que lo mejor es dejarlo en el suelo junto a la cama. Un policía tropieza con un vaso lleno de un extraño líquido que estaba junto a la cama. Mejor debajo, piensas y alargas el brazo cuanto puedes sin perder tu posición sobre el colchón para dejarlo lo más adentro posible. Tu mano reaparece llena de pelusas.

Estás más relajado y piensas que ahora podrás conciliar el sueño, pero tu móvil ha empezado a sonar insistentemente. Alguien llama y cuelga, llama y cuelga. Imaginas a tu mujer al borde de las lágrimas, histérica como corresponde a la situación, intentando averiguar tu paradero después de que tu jefe la haya llamado desde la oficina hecho una furia y ella no lograra localizarte en casa.

Barajaría primero la hipótesis de que te hubiera pasado algo con el coche y te imaginaría tirado en una vulnerable cuneta. O quizá pensaría en un secuestro y estaría esperando ya la llamada pidiendo el rescate. Quizá recordara luego aquella vez que te quedaste encerrado accidentalmente en el sótano e imaginaría entonces, intentando convencerse de ello, que no, que sólo te habría pasado cualquier cosa de esas que te hacen reír más tarde. Te compadeces tanto de ella que a punto estás de claudicar y levantarte para coger el teléfono que está en la cómoda. No, no puedes ceder o habrás perdido para siempre.

Entrecierras los ojos y los pálpitos de tu dolor lumbar se confunden con las llamadas de teléfono, con los golpes de la policía derrumbando la puerta, con las hélices de los helicópteros girando en el aire.

Un ruido, te despiertas. Alguien ha entrado en casa. A través de las cortinas corridas ya no se cuela ni una pizca de luz. Finalmente te has quedado dormido sin darte cuenta y no has podido disfrutar de tus últimas horas de soledad, no has terminado de planificar tus defensas, de cavar las trincheras, colocar las trampas, apostar a los francotiradores. Estás indefenso y vas a tener que improvisar en la peores batallas de tu guerra.

Tu mujer abre la puerta, no va vestida de policía, se acerca a la cama sin tropezar con nada y te planta una fría mano en la frente:

-Cariño, ¿estás bien? No has ido a trabajar, ¿no? Tu jefe me ha llamado. ¿Por qué no me dijiste nada esta mañana? ¿Qué te notas? No parece que tengas fiebre. ¡Qué mal huele esta habitación!

Descorre las cortinas y abre las ventanas dejando que el aire fresco invada el cuarto.

-Me duele la espalda -eso es cierto- y no me encontraba en condiciones de ir a trabajar -eso quizá también sea verdad-.

-Debes de tener un virus, está todo el mundo igual últimamente. Venga levántate y date una ducha mientras te preparo un caldo. Luego te tomas un analgésico y a la cama, verás como mañana estás como nuevo.

Ves los coches de policía yéndose calle abajo, la multitud que se dispersa, los periodistas recogiendo las cámaras y montándose en sus furgonetas, los vecinos que cierran las ventanas y encienden los televisores, puedes escuchar su sinfonía del absurdo como ruido de fondo. Los helicópteros se alejan volando despacio, tristes, y entonces tú te levantas.

6 de septiembre de 2013

Daría mi brazo derecho




Cuando dije que daría mi brazo derecho por conseguir la plaza de administrativo en el ayuntamiento no pensaba que la providencia se lo tomaría tan al pie de la letra. Pero será mejor empezar por el principio.

Estaba por aquel entonces en el paro, mi último jefe me había despedido después de que me negara a seguir haciendo horas extra como una loca. Y es que tenía que negarme: no tenía vida personal, estaba cansada de una forma que no se recupera durmiendo, abotargada, confusa, convertida en una sombra de mí misma incapaz de reír y mis amigos ya me venían diciendo que debía cambiar de trabajo. Las cosas se precipitaron cuando un día mi jefe me cogió de especial mal humor y me exigió justo a las tres que me quedara hasta las nueve.

̶  ¿Se cree que me puede decir esto justo ahora que salgo para comer? ¿Es que piensa que yo no tengo más vida, más planes que estar aquí currando? ¿Es que yo no puedo organizar nada en mi vida que no acabe chafado por este trabajo de mierda?

Y nada, al día siguiente al llegar a mi mesa, tenía la carta de despido. Aún seguimos a vueltas con que si era procedente que si no. Ahí andamos.

El caso es que viéndome así y al pasar un par de meses yendo de una entrevista a otra y sin conseguir otro empleo, Marcos, mi pareja, me recomendó que estudiara unas oposiciones. Había unas para administrativo en el ayuntamiento y me las preparé. Tres meses de no dormir apenas y hartarme de estudiar y nada, al final no aprobé y le dieron la plaza a un cuñado de no sé quién.

Qué lloreras, qué malos ratos. El paro que se acababa, yo sin trabajo. ¿Cómo íbamos a apañárnoslas con las facturas? ¿Qué iba a hacer si no encontraba nada? Vamos, que me comía la incertidumbre y claro, es una frase hecha esa: «daría mi brazo derecho por conseguir la plaza». Y uno la dice sin pensar que está diciendo, sin pensar que cuando los dioses quieren castigarnos cumplen nuestros deseos.

El cuñado de no sé quién consiguió algo mejor en la capital y la plaza se quedó libre. Llamaron al siguiente en la lista de aprobados y resultó que había emigrado a Irlanda y que ya se quedaba allí. El siguiente tenía plaza en otro ayuntamiento. Y me llamaron a mí, que me quedé enganchada al teléfono un rato, conmocionada, sobrepasada, feliz, eufórica, dudando si había pensado que respondía que sí o si realmente lo había dicho.

Y mi primer día de trabajo. Sonriente de oreja a oreja, presentándome a los compañeros. Ocupando mi nueva mesa, probando la silla que me acogería a partir de entonces siete horas diarias durante los trescientos sesenta y cinco días del año menos los veinticuatro de vacaciones, ocho de asuntos propios y fines de semana.

Y tecleaba feliz uno de mis primeros informes cuando mi mano derecha empezó a demostrar ese criterio propio con el que me viene torturando. Que yo quería escribir «consuetudinario» y me salía «cisentudoaro», que si quería escribir «saludos cordiales» y acababa por poner «samudis cordanes». Vamos un desastre. Y yo pensé que eran los nervios del primer día, que el café estaba demasiado cargado aquella mañana, pero, qué va, el problema no remitía.

En el coche quería meter cuarta y la mano decidía que segunda. Cuando quería coger las llaves del piso no había forma de convencer a mi mano que parecía decidida a que nos quedáramos en la calle. Marcos me abrió y el pobre se llevó una bofetada. Qué podía hacer yo si mi mano ya no respondía a mi voluntad, si se había establecido por cuenta ajena. Pobre Marcos que creyó que me estaba volviendo loca y quizá lo crea aún un poco, pero está más tranquilo, porque yo estoy bien, es mi mano la que no atiende a razones.

Le hablo a mi mano, le explico, le digo que hagamos las paces. Y luego siempre recuerdo mi sentencia «daría mi brazo derecho por conseguir la plaza». Que casi que preferiría yo volverme al paro y a la incertidumbre. Bueno, no, en realidad no, estoy aprendiendo a convivir con esto, malamente pero aprendiendo. Hemos establecido un pacto de no agresión y ella no importuna si yo no la molesto. He aprendido poco a poco a hacer todas las cosas con la mano izquierda y a ignorarla. Ella hace su vida y mientras estoy en el despacho se dedica a juguetear con los bolígrafos, a hacer pelotillas de papel y encestarlas en la papelera, a retorcer el alambre de los clips. Al menos se vuelve comedida cuando hay gente delante, que le tengo dicho que si yo me quedo sin trabajo, me muero de hambre y a ver qué hace ella sin mí.

Pero es que a veces se vuelve rebelde y se pasa de la raya. Y si no a ver cómo ha sido lo de que mi nuevo jefe me pidiera un informe y el brazo se me alargara hasta justo enfrente de su cara y yo asistiera atónita al despliegue desafiante de mi dedo corazón. Que yo le he explicado que tengo un problema con mi mano, pero no me cree. Es que me van a expedientar como no consiga controlarla un poco.

Y he probado a inmovilizarla con vendas pero se dedica a golpearme hasta que la suelto. He tratado de agarrarla entre las rodillas pero me pellizca y tengo que acabar por soltarla.

Vamos, que no hago carrera de ella y no podemos seguir así. Y si dije aquello y resulta que hay que pagar, pues habrá que hacerse a la idea y a lo hecho pecho. No quiero ni pensar qué podría haber pasado si hubiera lanzado un desafío aún peor.

Y por todo esto que le cuento, doctor, es por lo que quiero que me amputen el brazo. Y usted dice que eso es que tengo una lesión cerebral pero ya ve que no la encuentra. Que le digo yo que todo esto es por lo de la plaza del ayuntamiento. Y si no, con la falta que me hace que usted le dé el visto bueno a la operación, a cuento de qué iba a estar yo golpeándole con el cenicero.