30 de agosto de 2013

Del miedo a volar




Doña Concha trajo una red de la escuela. Nos hizo sentarnos en el suelo e intentaba captar nuestra atención en medio de aquel revoloteo de arcoíris. Apenas se esforzaba en cazarlas: levantaba la red en medio de la nube y solas se atrapaban atontadas en su propio trajín. La profesora escogía alguna y nos decía su nombre para que lo repitiéramos: charaxes jasius, euphydryas aurinia, papilio machaon, vanessa atalanta, polyommatus hespericus. Me parecía que aquellos nombres hablaban de cosas aburridas y muertas y no de aquella alegre soldadesca que se nos enredaba en el pelo y se nos posaba en los hombros.

En el recreo perseguíamos a las hadas voladoras. Las agarrábamos y se nos quedaban los dedos manchados de un polvillo encarnado. Luego, con las alas húmedas, las mariposas dejaban de volar y se escondían en la yerba a morir a solas. Algunos trajeron botes de cristal donde las agitábamos esperando encerrar la maravilla para siempre. Pero se marchitaban pronto como las flores que eran y apenas daban juego. Lucas, el grandullón de la clase, se dedicaba a cazarlas con las manos y estrellarlas contra el suelo. Todos reían la gracia y la alfombra de colores crecía a nuestros pies.

Iban llegando más y más mariposas. A Renato, el hijo obeso y somnoliento del panadero, le entraron en la boca. A Luisa se le colaban bajo las faldas. A Julio le tironeaban de la ropa. De repente, vimos cómo a Mateo, el hijo del cartero, lo levantaban del suelo entre cientos de ellas. Lucas, el grandullón, intentó salvarle pero sólo consiguió rescatar uno de sus viejos zapatos. Lo sostenía aún en la mano mirándolo sin comprender cuando Mateo se convirtió en un punto minúsculo en el cielo.

Los adultos asustados nos llevaron a las casas espantando con las manos las que se nos acercaban demasiado. Empezaron a temer por las cosechas, los marrones terruños se habían coloreado de voraces insectos e intentaron ahuyentarlas: se veía a los hombres bailar en los campos agitando los brazos y las piernas, tratando de conjurar aquella festiva maldición.

Pronto ellos tuvieron que refugiarse también. El número de aquellas bailarinas histéricas aumentaba. En todas las casas se hizo café, se rezaron rosarios confundiendo los apocalípticos insectos, se sollozaba bajito, y en todas las ventanas asomábamos nuestras caras los niños fascinados con aquel caleidoscopio. Chocaban contra los cristales como si se suicidaran. Se agitaban en el vuelo tropezando unas con otras en una batalla extraña en la que no había forma de distinguir bandos. El mundo fuera se cubrió de insectos desorientados.

Se hizo la noche y nos llevaron a la cama. Nos arrebujamos en las sábanas y soñamos que la tierra estaba arriba y el cielo abajo. Me sudaban las palmas de las manos y se desprendía polvillo de ala de mariposa. Soñé también con una playa de arena multicolor a la que se acudía a morir.

A la mañana siguiente el cielo estaba despejado. Esperábamos encontrar el suelo alfombrado de ruinas coloreadas, pero no había nada. La normalidad había recuperado su mediocre reino. De las mariposas, sólo nos quedó un vago recuerdo que los adultos confundían con un sueño y a algunos, para siempre, una ausencia vasta y grave revoloteando bajo las costillas.

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