26 de agosto de 2013

Gourmet




Se sentó a la mesa con la disposición de ánimo apropiada para disfrutar del banquete. Había guardado cuatro horas de riguroso ayuno a fin de sacar el mayor provecho de los manjares que iba a disfrutar y ya se dejaba llevar por una golosa impaciencia. Mantel blanco de hilo y servilleta bordada, vajilla de porcelana y cubertería de plata. Habrían sido convenientes, pero podía imaginar que el hule era lino, con la servilleta de papel ahorraría en lavadoras y la vajilla de diseño sueco quizá no era tan glamurosa pero sí, definitivamente, mucho más práctica.

Se sirvió una copa de vino, observó su color intenso contra el blanco del mantel: rojo anaranjado con trazas marrones. La lágrima en la copa, densa y fluida, volvía al fondo despacio, resbalando con pereza. El olor le evocó desván, maderas y cueros, pero también ligerísimas trazas de mermeladas y frutos rojos, vestigios de la juventud perdida de aquel caldo. El sabor explotaba en su boca, demorándose, dejándose conocer lentamente.

Se sorprendió cuando el entrante, queso de cabra gratinado con mermelada de pimiento, le supo a ensalada, pero no se desanimó. Prefirió concentrarse en el agradable contraste del rojo contra el blanco, en el olor ácido que coqueteaba con el empalagoso efluvio dulzón, en la cremosa caricia del queso sobre la lengua, en la consistencia gelatinosa de la mermelada, en el crujiente y lánguido desmoronamiento de las tostadas.

El primer plato consistía en una generosa ración de pasta italiana de primera calidad y totalmente casera: gnocchi di patate con salsa di noci. La salsa de nueces se derramaba enamorada sobre la pasta sabiamente cocida al dente. Encontraba al masticar rotundos tropezones de nuez que se dejaban machacar sumisos con la nata y la cremosa pasta, creando una sutil mezcla de sabores en la que se concentraba para no perderse un sólo detalle. Sin embargo, de los gnocchi le quedó un recuerdo a puerro de extraña procedencia que la desconcertó un poco. Decidió no dejarse ganar, de todas formas, por la decepción y esperó anhelante el segundo plato. Parecía que en él se había desplegado la artillería pesada. A sabiendas de su gusto por las carnes se le presentaba una delicia de presa ibérica con patatas horneadas cubiertas de morbosa mantequilla derretida. El cuchillo atacaba con facilidad las fibras de músculo liberando los jugos en el plato y separando bocados equilibrados y gustosos. Se tomó todo el tiempo del mundo con cada uno pues era consciente de haber sobrepasado ya el ecuador de aquel almuerzo. Permaneció alerta por si observaba de nuevo algún regusto extraño revoloteando moroso en su paladar, pero comprobó satisfecha que esta vez no tenía más memoria que la de aquellos jugosos bocados de carne y su cremosa guarnición.

Pero es que aún quedaba lo mejor: el postre. La presentación era inmejorable. Una hermosa copa de cristal contenía una mousse de chocolate que parecía a punto de echar a volar. Coronada generosamente con nata montada y adornada con virutas de chocolate, una sombrillita pequeña de un rabioso color rojo daba el remate colorista perfecto. El sabor era insuperable: se trataba de un chocolate profundo que contrastaba prudente con el dulzor de la nata. No pudo evitar que una lágrima extraviada le bajara por la mejilla. Un almuerzo así podía dar la felicidad a cualquiera.

Esperó unos minutos de sobremesa en los que se recreó mentalmente en sus últimas experiencias sensoriales. El gusto, la textura, el olor de cada plato iban y venían a su mente hormigueándole los sentidos conforme los convocaba. Cuando consideró que cada sensación estaba suficientemente memorizada se empujó a volver a la anodina realidad: enjuagó los platos de práctico diseño sueco antes de meterlos en el lavavajillas, eliminando así los últimos restos de ensalada y crema de puerros. Vació la jarra del agua. Y acordó consigo misma no volver a comprar aquel desnatado: prometía un fiel sabor a mousse de chocolate pero a punto había estado de arruinar las quimeras que inventaba para sobrevivir a aquella insufrible dieta.

3 comentarios:

Nieves martinez menaya dijo...

Cuando yo digo que me lo voy imprimir es que quiere decir que lo pongo en el grado más alto del escalafón: en el de la reflexión detenida y en la búsqueda del por qué me ha gustado tanto ya en la primera lectura.
Eso solo me ocurre cuando me inquieta no poder escribir yo así de bien, cuando me hace sentir que me gustaría haber sido yo misma el autor.

Pedro dijo...

¡Qué bueno, Rosita! ¡Pero qué bueno, qué bueno!

Excelente pieza. ¿Cómo se supone que se dice? ¿De anotología, no? Pues eso.

Mis aplausos para este paseo de los sentidos que acaba en hachazo a la ilusión.

Un abrazo,

Rosita Fraguel dijo...

Gracias Nieves, para morirse de gusto tu comentario.

Y MILLÓN DE GRACIAS Pedro. La verdad es que no tengo yo este cuento como una gran cosa sino más bien como un ejercicio, pero se ve que gusta y eso es MUY SATISFACTORIO. Me alegra que lo hayáis disfrutado :)